Vinos y platos: cuestión de amor

El maridaje va más allá de elegir blanco o tinto según sea carne o pescado. Entran en juego otros factores, como las texturas y sabores.

El vino puede contribuir a ensalzar el sabor de los alimentos.
El vino puede contribuir a ensalzar el sabor de los alimentos.
Valeria Askakova

Hace muchos años el maridaje era un término que se resumía en un simple "blanco para los pescados y tinto para las carnes". Por fortuna, el desembarco de los profesionales que manejan este cometido –los sumilleres– hizo que se profundizase mucho más en la materia y se abandonase la frivolidad de algo que, sobre todo, aporta concordancia y, por lo tanto, placer. A priori, la sentencia de blancos para unos y tintos para otros no resulta coherente si en el mismo grupo se meten, por ejemplo, todos los blancos o todos los pescados. Un Macabeo de Cariñena es muy diferente a un Silvaner de Mittelrhein. Como tampoco tiene que ver un rape con un lenguado.

Aunque esto de casar un vino con un plato no es una ciencia exacta, sí intervienen distintos factores que tienen que ver con temperaturas, texturas, intensidades y demás. Ahora bien, la premisa fundamental para construir o desarmar cualquier casamiento es el gusto personal de cada cual. Una carne contundente, por ejemplo, pide a gritos un vino igualmente rotundo mientras que un pescado suave y ligero armoniza, a priori, con un vino fino y sutil. Sin embargo, un maridaje también puede plantearse no por concordancia y equilibrio, sino por oposición. Ahí se busca el contraste y la intrepidez rivaliza con el clasicismo. Tomar unos chipirones en su tinta con un rosado, un estofado de ciervo con un vino oloroso o un pastel de chocolate con un tinto sin barrica son algunos ejemplos que dan prueba de ello.

Eficacia demostrada hay, por supuesto, una serie de pautas infalibles de eficacia demostrada. Por ejemplo la que dice que los vinos más ligeros deben preceder a los de más cuerpo. Luego está la norma que sitúa a los jóvenes antes que los de mayor edad y la que recomienda empezar primero con vinos secos y concluir con dulces. Esa misma secuencia debe respetarse en los platos para que la armonía y la lógica imperen en la mesa. Y sobre si se le presta más atención al vino o a la comida, lo mismo: mientras haya equilibrio, esa analogía será la correcta.

El vino se lleva mal con pocos productos o elaborados –véanse alcachofas, espárragos, vinagretas y cítricos, por ejemplo– pero, por fortuna, el universo vinícola es tan amplio que siempre hay un gran remedio para cualquier pequeño mal. Acompañar un plato con un vino, o viceversa, funciona porque tiene su lógica. Y no es fácil conocer los intríngulis de esta doctrina. Para eso están los buenos sumilleres que, por encima del resto de mortales, son los verdaderos expertos en las artes amatorias de un producto y un determinado tipo de bebida –ya no sólo vino–.

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