Del tzictli al chicle: la evolución de los dulces masticables

De México a EE.UU. y de allí a España, la goma de mascar ha recorrido un largo camino desde sus orígenes como vicio azteca.

Ilustración de un azteca mascando tzictli.
Ilustración de un azteca mascando tzictli.
Heraldo

Resulta que los aztecas se pasaban el rato masticando chicle. Y también lo hicieron lo mayas, quienes lo llamaron tsicte. Los humanos llevamos dándole al diente con sustancias parecidas (como la resina de abedul o la almáciga) desde el neolítico, pero la historia verdaderamente chiclosa comenzó en Mesoamérica hace muchos cientos de años, cuando los pobladores de aquellas tierras se dieron cuenta de que cierto árbol exudaba un fluido viscoso para reparar daños en su corteza. El manilkara zapota o chicazapote, que crece en los bosques tropicales del sur de México y América Central, produce una savia rica en polímeros gomosos que los indígenas aprendieron a recolectar haciendo cortes en zigzag a lo largo del tronco. Este líquido espeso se secaba y cocía para obtener una pasta gomosa de sabor dulce que se podía masticar durante horas: su volumen no disminuía, aplacaba la sed y el hambre, refrescaba el aliento, limpiaba los dientes y creaba un hábito adictivo que todos los modernos aficionados al chicle podemos reconocer.

Cuando los españoles llegaron a México a principios del siglo XVI se encontraron con que los nativos tenían un placer oculto consistente en masticar tzictli. Así lo cuenta el leonés Bernardino de Sahagún (1499-1590) en su obra ‘Historia general de las cosas de Nueva España’, donde cuenta que existían dos clases de tzictli, el hecho de la resina olorosa del zapote y otro negro que se hacía mezclando ésta con pez o alquitrán natural. ‘Buagh’, podemos pensar, pero aquello era un vicio en toda regla muy tenido en cuenta por las leyes del decoro azteca.

Educadamente solo podían cultivarlo en público los niños y las jóvenes solteras. Se consideraba que era uno de los signos que permitía distinguir claramente a las prostitutas e incluso a los homosexuales. Los conquistadores supieron apreciar muchos productos mexicanos trayéndonos joyas como el chocolate, la vainilla, el maíz, los pimientos y los tomates, pero no consideraron nunca al chicle digno de atravesar el Atlántico. Ni siquiera de figurar en el diccionario de la Real Academia Española hasta 1925, cuatrocientos años después de que Bernardino de Sahagún viajara al Nuevo Mundo.

Curiosamente, el desembarco tardío del chicle en nuestro diccionario no se debió a la aceptación de americanismos sino al auge de esta chuchería en España gracias a una estrategia comercial estadounidense. Thomas Adams (1818-1905) fue un desconocido inventor y comerciante neoyorquino hasta que en 1859 dio con la fórmula de las pastillas masticables a base de chicle. Un par de años antes el destino había llevado hasta su tienda de Staten Island al secretario de un político mexicano exiliado, Antonio López de Santa Anna. Presidente de México en varias ocasiones y héroe militar de la famosa batalla del Álamo, Santa Anna (1794-1876) estuvo un tiempo viviendo en Estados Unidos debido a crisis políticas en su país de origen. Al exilio se había llevado consigo un cargamento de chicle al que era aficionado y del que creía que se podía usar como sustituto del caucho industrial. Acabó como chuchería universal.

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