El de calamares, ¿la mejor expresión del bocadillo?

Este bocadillo supuso la recuperación de lo suculento para el pueblo, tras años de mísera escasez.

Bocadillo de calamares de El Calamar Bravo de Zaragoza.
Bocadillo de calamares de El Calamar Bravo de Zaragoza.
J. M. Marco

España es, actualmente, la patria de la cocina mínima, del dichoso pincho; aquí es donde se experimenta con los platillos minúsculos y donde el comensal puede vivir la experiencia, la epifanía, de encontrarse con el banquete esplendoroso de un solo bocado, con esa eternidad colorista y compleja que dura lo que dura un suspiro. El canapé, el pincho, el montadito, la tosta, la cuchara prodigiosa, encuentra en nuestra culinaria su acomodo y desde hace algunos años ha devenido en fenómeno de masas que empezó en San Sebastián, Vitoria, Zaragoza, algunas plazas andaluzas y Valladolid y continúa su viaje sinfín por la piel de toro.

La eclosión de lo minúsculo en la tierra de lo voluminoso resulta paradójica y aparentemente contradictoria pero, si se analiza con detenimiento es, solo, la manifestación pública de la revolución culinaria y el cambio de hábitos que está experimentado nuestra sociedad para participar más activamente en las vanguardias de las cosas del comer.

La gente, el pueblo, las clases populares, quieren formar parte de la renovación gastronómica y han decidido tomar el palacio de invierno y decapitar los usos y costumbres vigentes. La cocina de autor, el reducto de las élites, que era hasta hace muy poco la impulsora de los cambios sociales, resulta económicamente inalcanzable para la mayoría de los mortales y atraviesa una crisis profunda. Cuando un almuerzo para dos cuesta la friolera de más de cien euros tiene como consecuencia inmediata la desaparición en masa de la clientela, los comedores de los artistas del fogón se convierten en catedrales vacías porque la gente corriente se va con la música y la cuchara a otra parte.

El pincho y el bocadillo

En el pincho moderno, en las catacumbas de la gastronomía, es, posiblemente, donde se están produciendo los cambios más interesantes y esperanzadores  de la culinaria moderna. El pincho es hijo del bocadillo, viene de abajo, de la canalla, de la gleba, de ese comensal periférico y marginal que con mucha curiosidad y poco dinero exige, con una cierta violencia, su porción del festín porque se niega a formar parte del grupo anodino del no sabe, no contesta.

El bocadillo se transforma para tomar el poder y se decapita a sí mismo, se corta la cabeza y renuncia a la parte superior y sobre el espacio que queda –que es una geografía y por lo tanto un mundo– edifica, mezcla, combina, hermana, experimenta, crea, y lo que inventa se lo ofrece a los recién llegados, se alía con el público joven para que el comer forme parte de la modernidad vista desde otro ángulo, con otros precios y al alcance de cualquier bolsillo.

En España hemos sido durante un largo periodo severos y espartanos a la hora de elaborar ensaladas y confeccionar bocadillos. Durante décadas, la ensalada española estaba compuesta de lechuga, tomate y cebolla y, cuando se le añadía un poquito de bonito en lata, se le echaba el cierre y se la denominaba completa. Qué rigor.

Chusco, pepito y bocata

La culinaria española de la posguerra pasó por la tristeza de los bocadillos cutres, de la mezquindad de sus componentes escasos: el chusco de pan con la solitaria loncha de jamón, los castrenses bocadillos de anchoas o de sardinas, los surrealistas comistrajos donde el tocino, el chorizo sospechoso o el dulce de membrillo rellenaban aquel pan negro y húmedo con que nos flagelaba el permanente estado de necesidad que en ocasiones bordeaba la miseria sin paliativos.

El español, que a lo largo de los siglos había sido un ejemplo de creatividad administrando sus menguados recursos en épocas difíciles, se quedó adocenado y no supo crear una cultura del bocadillo autóctono que le diese la réplica a la hamburguesa y al sándwich.

El pepito fue un intento extravagante y algo clasista que tuvo éxito entre las gentes acomodadas pero que la ciudadanía observó con indiferencia y desde la lejanía.

La revolución del bocadillo, el cambio de tendencia definitivo, se produjo con la llegada del fastuoso bocata de calamares, allá por los años cincuenta y tantos. Llegó a nuestras vidas la suculencia barata, el lujo asequible y el hambre, por singular encantamiento, se convirtió en apetito y apareció en la barra de los bares, acompañada de una caña de cerveza, esa distinguida dama que retorna cuando se superan en España los cataclismos: la gastronomía.

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