Hay que asumir que el final del uso masivo del motor de explosión está relativamente próximo. Los problemas ambientales, la tecnología y la sensibilidad social empujan hacia su desaparición. Pero para dar paso a un transporte más limpio, hará falta algo más que fijar por ley una fecha de caducidad. Esa compleja transición no podrá hacerse sin tener en cuenta a una industria que, como la automoción, representa en España un pilar del aparato productivo

El Gobierno quiere que España siga los pasos de otros países europeos -como Francia, el Reino Unido o Alemania- y establezca una fecha límite para la desaparición de los vehículos que queman combustibles fósiles. La idea formaría parte de una futura Ley del Clima, que se encuentra todavía en la fase de borrador y cuya efectiva tramitación parlamentaria muy probablemente no podrá completarse en esta legislatura. Por ahora, la propuesta de prohibir la venta de coches de gasolina y gasóleo en 2040 y su circulación en 2050 es uno más de los gestos de cara a la galería a los que tan adicto se ha mostrado el Gobierno de Sánchez. Pero el objetivo -avanzar hacia un parque móvil de propulsión eléctrica- es saludable y, en buena medida, inevitable. La cuestión es que para alcanzarlo será necesario un esfuerzo industrial, tecnológico e inversor muy importante, que no puede organizarse simplemente fijándole al motor de explosión una fecha de caducidad obligatoria. Un esfuerzo que, además, puede tener implicaciones relevantes para la economía española y para el empleo, en sentido positivo o negativo, según se hagan las cosas mejor o peor. Lo que no es razonable es que desde el Gobierno se dé la impresión de haber puesto al automóvil en la diana; ni que se genere una incertidumbre a los ciudadanos que perjudica sus opciones de consumo. En las cuestiones relativas a la transición energética, el consenso -político y social- y la implicación de los sectores afectados son requisitos esenciales.