Entre el dolor y el orgullo

Tristeza y desolación en La Romareda, un estadio lleno hasta la bandera que, aun en la derrota, reconoció a sus futbolistas como nunca se recuerda.

Explícita imagen de aficionados zaragocistas tras la derrota.
Explícita imagen de aficionados zaragocistas tras la derrota.
Oliver Duch

¿Qué puede decirse ante un drama así, cuando hay tanta ilusión, tantos sueños y tan sentida esperanza? Hay muchas ocasiones en las que en las derrotas se aprende y se aprecian conquistas. Son victorias en la derrota. Del Zaragoza, pasara lo que pasara en esta promoción de ascenso a la que este sábado le apagó la llama el Numancia con una jarra de agua helada, se sabía que, esta temporada, había producido eso, pequeñas conquistas, como un sólido y reconocible proyecto de plantilla, cimentado en jugadores con contrato, en plena época de crecimiento y maduración, una gestión deportiva estable…

Sabíamos que el Zaragoza del futuro, el de la próxima temporada, aunque fuera en Segunda, no nacería hoy, sino que ya había nacido hace un año. Sin embargo, la dureza de la derrota contra el Numancia desveló la gran victoria de este Real Zaragoza: la complicidad entre la gente y el grupo de futbolistas que se ha dejado la piel durante todo el curso. Fue sobrecogedor observar cómo La Romareda abrazó a esos chicos como si fueran hijos.

Nunca, que pueda recordarse, el estadio le había cantado a sus jugadores la estrofa que, empapada de lluvia y lágrimas, le dedicó durante la digestión de lo sucedido: "Orgullosos de nuestros jugadores". Eso, poco antes, de cantar el himno a pleno pulmón, con los futbolistas postrados en el centro del campo, llorando, desencajados algunos… Pero La Romareda les dio el mejor cobijo posible: les dio calor, cariño y reconocimiento.

La Romareda canta a capella el himno del Real Zaragoza

Después de todo un partido sufriendo, animando, con las gradas llenas, ese momento final, en la derrota, contuvo una magia especial, un sentimiento único que recorría el estadio de punta a punta. Encogía el corazón y atornillaba las gargantas. La gente y sus jugadores. Solo ellos. De la mano. Juntos y unidos. Pasando así la pena y aliviándose el dolor. Porque este ha sido el gran secreto y el gran triunfo del año: la comunión entre la plantilla y la afición. No la estabilidad del proyecto o su margen de continuidad y progresión.

Hacía mucho que ese chispazo no surgía entre un vestuario y el pueblo. Los jugadores, jóvenes, hambrientos, se han sentido tan queridos que alguno, como Borja, no se quiere ir por nada del mundo, por mucho que el fútbol tenga otros planes para él. Había una vibración inexplicable, inédita, este sábado en La Romareda, algo nuevo, nunca vivido.

Ya se intuía en las semanas previas, con el Zaragoza lanzado y arropado en su casa: el ambiente se apoyaba sobre unos lazos y un sueño común. Uno de los éxitos de este Zaragoza ha sido imbricar a esos jugadores en el tejido social. La afición ha sido un jugador más, pero los futbolistas han sido un aficionado más.

El factor humano ha tenido mucho que ver en lo sucedido este curso. El Zaragoza este sábado perdió un sueño, pero ganó una familia. Una gran familia. Si esto se mantiene, dentro de un año, diremos que todo, incluso estos dolorosos días, habrán servido para algo.

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