Redactor de Cultura de HERALDO DE ARAGÓN

O rei universal do jogo bonito

Pelé aclamado por el público tras ganar su tercer campeonato del mundo en México-1970.
Pelé aclamado por el público tras ganar su tercer campeonato del mundo en México-1970.
DPA

Pelé irrumpió en el fútbol, entre lágrimas, en el Mundial de Suecia-1958. No surgía de la nada, pero aquel chavalín emocionado de 18 años mal cumplidos deslumbró al planeta. Era de otra pasta y el heredero directo del legendario Ademir, el hombre que había marcado ocho goles en el dramático Mundial-1950. A lo largo de su portentosa carrera –1281 goles en 1363 partidos, tres campeonatos mundiales; fue llamado ‘o rei’, el futbolista del pueblo y el atleta del siglo– mejoró el fútbol. 

Si Di Stéfano había sido durante años el jugador total, el ciclón que se movía en todas las posiciones y marcaba goles como el mejor ariete, Pelé perfeccionó algunos registros. Era inteligente, osado, desafiaba las leyes de la física y de la gravedad, e inventaba en cualquier instante. El balón en su pies era un instrumento de fantasía: regateaba en un palmo de terreno, corría y frenaba, realizaba globos y sotanas, tenía la ligereza de un gimnasta y el vértigo de un equilibrista. Con una mirada anticipaba la suerte del choque. Pensaba antes de que le llegase el balón, y era un jugador de bloque: jugaba, resolvía situaciones, paralizaba el tiempo, y hacía jugar. Y a veces lo hacía a paso cansino, para otear mejor la situación y limpiar de obstáculos el horizonte. Recuerden el sencillo pase que le da a Carlos Alberto, el lateral y capitán de Brasil en el Mundial de México-1970: Pelé levanta la cabeza, amortigua los segundos, ve la llegada de su defensa y le sirve un pase preciso. Gol. Ese podía ser el Pelé de orientación coral, el organizador, el director de juego, el ingeniero de espacios y el percusionista de ritmos, el que inventaba lo inverosímil también para los otros. Para Pepe, Edu, Zagallo, Rivelino, que jugaron a su lado por la banda izquierda. Era único. Y formó en dos delanteras de leyenda; la de Garrincha, Didí, Vavá, Pelé y Zagallo, y la de Jairzinho, Gerson, Tostao, Pelé y Rivelino.

Y aún era mejor ante el marco rival. Intuitivo, tenía el brío de la centella y era valiente y muy listo. Digamos que era un pillo de barrio o un ingenioso de los bajos fondos. Burlaba al arquero con un movimiento leve y los ojos, como hizo con el uruguayo Mazurkiewicz, o se atrevía a buscar el gol desde la lejanía como nadie ante el checo Viktor. No lo logró, pero fue como si lo hiciera: él inventó ese desafío, que era también una forma de virtuosismo. Había algo excepcional en él: era el deportista ejemplar hasta la médula.

Tenía carácter sí, clase y técnica, fue duramente castigado por los defensas, a los que les costaba pararlo, pero pocas veces perdió la sonrisa: pertenecía, como luego Ronaldinho o Ronaldo, a esa estirpe de jugadores sobre la tierra que viven el fútbol como una forma maravillosa de alegría y comunicación. El sortilegio del ‘jogo bonito’ nació en él y con él.

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