Medalla de oro

Me encantan los Juegos Olímpicos. Me da igual de invierno que de verano. Los vivo tanto que es como si fuera yo quien llegara al podio y me impusieran la medalla y se alzara la bandera y escuchara el himno y llorara como una descosida al pensar en mi familia y en los largos años de sacrificio… En realidad ese es uno de mis sueños más recurrentes, desde que de niña me subiera a un taburete blanco que había en el baño después de que Paquito Fernández Ochoa ganara en 1972 la única medalla de oro en unas Olimpiadas blancas, con su imagen pegada en la pared de unas camas abatibles, de esas que ya no existen.

Paquito solía decir: "Que yo ganase una medalla olímpica en esquí era como si un austriaco saliera por la puerta grande en Las Ventas". Y aún es así. Regino Hernández, bronce de boardercross de snowboard, volando por la nieve; Javier Fernández, también bronce en patinaje sobre hielo con su maravillosa interpretación de ‘Tiempos modernos’, son como Paquito. Luchan contra corriente en deportes que conocemos porque hoy todo está a mano y somos un mundo en imágenes y queda muy chulo cerrar un informativo con ellos. Y ahí se queda, nada más, como si hubieran surgido de la nada. El esfuerzo, sus triunfos hasta llegar alto quedan perdidos en reportajes de canales hundidos en la lista de programación. Porque para que Javier Hernández haya abierto un informativo ha tenido que ganar antes dos campeonatos del mundo y seis de Europa. Porque en deportes todo es fútbol, que come horas y horas de TV; incluso sus banalidades sobre cómo visten, se peinan o tatúan futbolistas con fichas multimillonarias, que me parecen un pecado, una indignidad y un insulto para personas como Regino o Javier.

Me aburre tanto, como el largo ultraje de Carles Puigdemont y su cohorte, su soberbia por un nada, por creerse un Moisés, eso sí, subvencionado; o Anna Gabriel buscando en Suiza a un abogado de etarras antes de ¿ir? al Supremo. Resulta más honrado Oriol Junqueras, aunque no comparta ni una palabra de su discurso.