El lado salvaje
Un intento de ir con la familia a disfrutar del ambiente del pregón de Fiestas.
No soy uno de esos padres que, de pura confianza en el espíritu humano, llevan a sus criaturas al graderío de un campo de fútbol, pero sí me atreví a ir con mi esposa y con mi hijo de seis años al centro de la ciudad, para gozar del ambiente previo al pregón de fiestas.
Y confieso que todo me parecía normal, hasta que el chiquillo se detuvo a observar con extrañeza a un joven de mirada perdida que iba sostenido casi en volandas, a duras penas, por dos personas tambaleantes. Este terceto era la retaguardia de una comitiva liderada por un individuo que, voceando con un megáfono, imponía la condición de maricón a todo aquel que no botara. Cuando el niño preguntó por semejante consigna, le respondí que hiciera el favor de ir más atento al suelo, un campo minado de vidrios rotos y desperdicios. Así que la inocencia y la curiosidad de mi hijo hicieron que el festivo paseo de la Independencia de Zaragoza me evocara los desfiles de humanidad patética y salvaje que describen algunas canciones de Bob Dylan y Lou Reed.
Firmemente cogidos de las manos, avanzamos contra la riada de gente que iba al pregón y llegamos a la escalinata del Paraninfo de la Universidad, dominada por las estatuas sedentes de cuatro ilustres científicos venerados por la ciudadanía. Entonces, mi mujer procedió a subir peldaños y nos condujo a la entrada. El edificio nos acogió con reparador sosiego. Después, en la exposición del ilustrador y diseñador Isidro Ferrer, nos sumergimos en una prodigiosa reflexión estética, tan lúcida como compasiva, sobre el paseo de la Desolación que ilusamente creíamos haber dejado afuera.
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