Maño, dicho sea sin melindre

La Institución ‘Fernando el Católico’ de la Diputación de Zaragoza ha cumplido esta semana setenta y cinco años de brillantes servicios a la comunidad.

Emblema de la Institución Fernando el Católico.
Emblema de la Institución Fernando el Católico.

Tras el largo y deplorable debate sobre los Presupuestos Generales, la despedida de Pedro Sánchez, la soterrada tensión para confeccionar las candidaturas de abril y mayo, la exhumación (aún imaginaria) del cadáver de Franco y el esperado juicio a los separatistas acusados de delitos contra el Estado, es preferible dedicar estas líneas a los setenta y cinco años que, con poco ruido, cumplió anteayer la Institución ‘Fernando el Católico’ (IFC) de la Diputación de Zaragoza.

Se ha publicado un libro hermoso que da cuenta de su historia, pero opto por rememorar, con gratitud, una breve y antigua ‘Nota’ publicada en una de sus revistas, por la cual quedé convencido de que la voz ‘maño’, hoy casi exclusiva de Aragón, significaba ‘hermano’.

Está muy extendida la creencia, no del todo bien fundada a mi entender, de que maño significa magno, o sea, grande, puesto que derivaría del latín ‘magnus’. Esa etimología no es imposible, pero la posibilidad no es necesidad y no siempre sucede que lo que es posible, o aun probable, sea lo que haya de ocurrir finalmente.

Hay evoluciones fonéticas que, siendo posibles, no ocurren; y eso, por causas muy diversas. Una de las posibilidades más llamativas y curiosas entre las que no sucedieron en español es la del nombre de Mérida: la lengua detuvo la evolución lógica del adjetivo latino ‘emerita’ (pronunciado emérita), porque el resultado final, en una evolución meramente mecánica o automática, hubiera dado el mismo resultado que el derivado de ‘merda’, algo totalmente indeseable para el nombre de una ciudad de tanta prosapia. Y eso que no faltan en España topónimos de esa especie: sólo en las islas Canarias hay Hoya y Cuesta de la Mierda y una Peña de la ídem, y en otras partes de nuestro país hay hidrónimos derivados de ‘merd-’, como son diversos arroyos o ríos Merderos y Merdanchos, que significan lo que parece y que, a este paso, son nombres que habrán de aplicarse a muchas otras corrientes, castigadas por nuestra desidia en los vertidos de todo género a sus cauces, cada vez más oscuros y malolientes, de modo que acaban por hacer honor a sus viejos nombres.

Sin melindre

Mi punto de partida básico es un escrito muy agudo, publicado hace más de medio siglo en el ‘Archivo de Filología Aragonesa’ (IV), ilustre revista de la IFC.

Su autor, el profesor Francisco Ynduráin, a quien sus antiguos alumnos -que lo llamábamos Don Paco, cuando no nos oía- recordamos por su gran personalidad, depurado gusto y refinados saberes, venía a decir que prefería para ‘maño’ la procedencia de ‘hermano’. No solo porque la evolución de hermano a maño es lingüísticamente posible, sino porque los usos comprobables de esta palabra, en España y en América también, llevan más bien en esa dirección: maña, maño y sus familiares diminutivos, mañica y mañico, se acomodan mejor con la idea de hermandad que con la de magnitud.

Máxime cuando en Chile se usa la misma voz con ese sentido fraternal (lo recoge Cavada) y en México, además de los conocidísimos mano y manito, se empleó también maño, según aprendo de Juan Antonio Frago.

Apuntaba Ynduráin que se producía lo que los lingüistas denominan ‘palatalización de la n’. La pérdida de la primera sílaba, ‘her’, es de la misma clase que la que se percibe en Salamanca y Zamora, en donde muchacho queda en ‘chacho’. Hermano daría mano y mano pasaría a maño (manio) por ese fenómeno de palatalización que se describe para voces de afecto. Por ejemplo, el que, a partir de ‘chico’, genera ‘chiquio’.

Un texto del Siglo de Oro aduce Ynduráin en el cual el sentido se pierde si a ‘maño’ se le da sentido de ‘grande’: «Pues toma aqueste pellizco / porque no me digas, maña, / que jamás te he dado cosa», frase que se dirige a una criada. Y en otra, de igual forma y también a una sirvienta, alguien dice, hablando de un plato de carne: «No, maña, que no la como».

Aunque hoy sí lo sea y en el norte de Aragón no se use, no fue voz solo aragonesa. El mapa, si se hiciera, mostraría una extensión que cubre desde Teruel hasta las Américas. No es poco viaje.

Cuenta Don Paco que Samuel Gil y Gaya era de la opinión ‘fraternal’, no de la ‘magna’, y señalaba su uso monjil, como ya había visto en el siglo XVIII el erudito aragonés José de Siesso, que no tenía el término por peculiar de Aragón, sino más general en España. Hoy, empero, maño se ha convertido en sinónimo de aragonés. Es abuso porque su uso se ha ceñido a una parte de Zaragoza y del Bajo Aragón y a algunos puntos de Teruel.

Ynduráin preguntó a amigos suyos de confianza en la materia (F. Sancho Rebullida, Ildefonso M. Gil, Alfredo Gil Albesa, José Galiay) sobre el sentido local de la expresión en diversas poblaciones. Y concluyó que, en general, el término denotaba confianza y afecto, pero sin estar "tocado de melindre". Qué bien dicho.