Tu Ordesa, paisajes de la memoria

En uno u otro momento, Ordesa se cruza con tu vida. En el centenario de su declaración como parque nacional, redescubrimos, por las rutas de la memoria, el significado profundo, personal, que Ordesa tiene para cada uno de los nueve participantes que han dejado que iluminásemos sus recuerdos con el fogonazo de nuestro flash.

Recuerdos de Ordesa

El Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido ha hecho cumbre en sus primeros cien años de existencia. Hizo falta saber contemplarlo con ojos que miraban al futuro para valorarlo como un tesoro que merecía la pena preservar. Enclavado en el corazón del Pirineo aragonés, en la comarca oscense del Sobrarbe, el parque despliega un paisaje de contrastes, con duras cumbres de roca viva, lideradas por Monte Perdido, y espectaculares valles y gargantas donde salta el agua en cascadas. Un gran jardín botánico de montaña, hogar también de una rica diversidad animal.

Pero Ordesa es mucho más. Estos parajes se entrelazan a menudo con nuestra historia personal y quedan ligados para siempre con la infancia en familia, con los primeros retos, con el descubrimiento de la naturaleza o de la vocación montañera.

Ordesa, Pineta, Añisclo, Escuaín no son postales seriadas sino vivencias, recuerdos entrañables que pueden revelarnos la cara más humana de todo un parque nacional, conservado también en nuestra propia memoria.

Si preguntásemos a Lucien Briet –principal cantor, retratista y protector del valle de Ordesa junto al marqués de Villaviciosa, Pedro Pidal, impulsor de los parques nacionales– por su impresión más profunda, tal vez nos hablaría de esa "vertiente española" que "nos enseña lo que era la naturaleza antes de aparecer el hombre sobre la Tierra". De ese impacto surge en él el deseo de que se perpetúe, "siempre joven y siempre espléndida para admiración de los tiempos venideros". La figura de protección del parque nacional sería el cofre para esa joya. Han pasado cien años.

El guardián de Góriz

El parque nacional que conoció Antonio Martí, guarda del refugio de Góriz durante 32 años (1958-1999), empezaba en las Gradas de Soaso. Fue en 1982 cuando se amplió a los valles de Añisclo, Pineta y Escuaín y alargó su nombre para denominarse Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, pasando de 2.100 hectáreas a las actuales 15.608. No es lo único que ha cambiado. Entonces "podías encontrar con facilidad jabalís, ciervos, bucardos..., era más silvestre". En su memoria está la estampa de las laderas de enfrente del refugio cuando se llenaban de los sarrios que acudían a chupar la sal dejada sobre las piedras para las ovejas; "hice fotografías con 70 sarrios en una sola toma", recuerda. En su opinión, "ahora ha pasado de ser un parque nacional a ser un jardincito nacional, un parquecito con vallitas, con caminos que se han convertido en pistas anchas".

Tu Ordesa, paisajes de la memoria

El guarda Antonio Martí, en el recién inaugurado refugio de Góriz (1963).

Tan a fondo llegó a conocer aquel paisaje que, en verano, era capaz de diferenciar desde el refugio, "a una distancia de una hora, si lo que veía era una persona y no una piedra; entonces cogía los prismáticos". Y es que en aquellos tiempos, cuando la Guardia Civil no era aún el ángel de la montaña, les tocaba muchas veces resolver los accidentes, rescatar y bajar al accidentado a la carretera más próxima. Recuerda las 18 horas que les costó bajar a una señora que había sufrido un aborto desde los 3.000 metros de Monte Perdido, "por clavijas, porque el camino desde la Cola de Caballo no existía".

Añora "las preciosas praderas que había en las zonas altas, a unos 2.000 metros, cuando dejaban subir vacas y ovejas. Ahora, la hierba se ha convertido en matojos". Y contamos (más bien descontamos) ovejas: "En el 59 subieron unas 35.000 ovejas a los puertos altos; en el 99, 1.500 nada más". Si tuviera que quedarse con un lugar del parque, sería el cañón de Añisclo, "es fantástico, con sus barrancos y descensos preciosos. Capradiza, Pardina, Fon Blanca...". Pero lo más valioso fue, para él, "la amistad con los pueblos". Un 80% del parque se encuentra en el término municipal de Fanlo y Martí trabó mucha amistad con quienes en su día, antes de la luz, el teléfono y la carretera, fueron sus dos últimos habitantes: Horacio Palacio y Pelayo Garcés.

No hubo, para este guarda emblemático, espacio para la soledad en Góriz. Aunque el primer año, 1958, recibieron tan solo a unas 150 personas, "por las tardes los pastores bajaban desde las majadas cercanas a jugar a las cartas con nosotros". Después ya no habría tiempo para el ocio. En 1999, las cifras se habían disparado: 12.000 personas durmieron en el refugio y otras tantas fuera, en tiendas de campaña.

Aunque aplaude la actual limitación de acceso al parque, compara la masiva afluencia de visitantes –superan la cifra de 600.000 al año– con "manifestaciones autorizadas". Cuando él comenzó a escalar, "te encontrabas con vascos sobre todo, aragoneses, algún valenciano como yo, y surgía una buena amistad. Ahora esto no se da: se ha pasado de ser montañeros a ser turistas de montaña", que muchas veces no aprecian que "disponer de luz eléctrica o agua caliente en un refugio es un milagro. Porque hay que subir todo: primero lo hicimos con mochilas al hombro, luego con mulas –cinco caballerías diarias salían con carga– y ahora se hace con helicópteros".

Tendría unos 14 o 15 años cuando pisó por primera vez Ordesa. "Veníamos desde el Roncal, con los guías de montaña del Frente de Juventudes, y yo nunca había visto el Pirineo aragonés. Estuvimos ocho o diez días acampados en Ordesa (entonces se permitía), desde donde subimos a Monte Perdido". Le encantó ese valle que, unos años después, se convertiría en su lugar de trabajo.

Más allá del paisaje

Esos paisajes de seda verde y terciopelo son tan embrujadores que uno corre el riesgo de quedarse solo con la postal. Una postal en la que no salgan las gentes que la habitan. Descubrirlas viene muchas veces después de haberse llenado los ojos de Pirineo, como canta La Ronda de Boltaña. Uno de sus impulsores y autor de muchas de sus letras, Manuel Domínguez, vivió personalmente ese proceso. Con pocos años, con el primer grupo mixto de scouts que hubo en Zaragoza, conoció Ordesa (y a su mujer), "pero no la pradera sino Góriz, desde Añisclo".

Tu Ordesa, paisajes de la memoria

El boyscout Manuel Domínguez.

"Primero solo ves paisajes, pero luego ves las bordas, los pastores, oyes sus canciones, escuchas sus cuentos... Es una evolución que he visto en mucha gente". Poco a poco, "comprendes que esa montaña que hoy es parque también la ha ido haciendo el hombre, con el pastoreo". Las oposiciones a registrador de la propiedad que le llevaron a Boltaña en 1987 le franquearon esa puerta que se abre detrás de la maravilla del paisaje. "Si uno se queda ahí, sin ver el Pirineo completo, con sus pueblos y sus gentes, se pierde una parte muy valiosa".

Conservar la virginidad natural de estos parajes fue el motor de la declaración de Ordesa, el 16 de agosto de 1918, como parque nacional. Una conservación compatible con el desarrollo sostenible de sus áreas de influencia y el disfrute de todos. Para vivirlo y visitarlo, cien años después, pensando en hoy y en mañana, en convivir en armonía con la naturaleza sin dejar huella sobre ella.

Luis Oro, catedrático de Química Inorgánica
Soy montañés y montañero. Mis raíces maternas se hunden cerca del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido. Mi abuela vivía en Burgasé, un pueblecito a 1.290 metros, cabecera del valle de la Solana. No lo busquen. Desapareció de los mapas, no de mi memoria. Allí pasé muchos veranos. En cuanto me dejaban –y me dejaban siempre, porque la libertad es consustancial a la montaña– me asomaba por el mirador del Cuello de Burgasé. Desde ahí, a 1.600 metros, veía a lo lejos, al final de una vía pecuaria que comunicaba el parque nacional con la ribera de Fiscal, espléndido como un sueño, el Monte Perdido.

Un verano, unos parientes me invitaron a su casa en Vió, un hermoso pueblo cerca del cañón de Añisclo y del Monte Perdido. El monte era más grande cuanto más me acercaba a él. Pero no solo crecía el monte; yo, también.

A finales de los cincuenta, en el campamento Virgen Blanca en Pineta, subí mi primer tresmil, el pico La Munia. Desde allí vi la cara norte de Monte Perdido.

Perdido estaba yo para siempre: me había vuelto un montañero. Y, con José Ramón Morandeira, subí a Monte Perdido, por primera vez, en 1960, y andando o escalando, ascendimos a la gran mayoría de los picos del parque, participando también en las primeras competiciones de esquí de travesía, como la Alta Ruta Invernal de febrero de 1966. En mis veranos universitarios, el refugio de Góriz era una cita obligada donde siempre encontraba compañeros para escaladas y excursiones, compañeros que se convirtieron en amigos, como Toni Martí, el guarda del refugio.

Tu Ordesa, paisajes de la memoria

Febrero de 1966. Luis Oro (derecha) y José Ramón Morandeira salen desde la Pradera de Ordesa, equipados para un rally de esquí de montaña.

Recuerdo bajar del pico Soum de Ramond a un compañero madrileño que resbaló en un nevero y se fracturó una pierna. Había que bajar corriendo al refugio, pedir una mochila ‘cacolet’ para transportar al herido y evacuarlo por turnos. Aún no existían los magníficos Grupos de Rescate e Intervención en Montaña, a los que tanto aportó José Ramón Morandeira, médico, montañero y amigo, que nos dejó prematuramente.

Uno pudiera pensar que no hay nada más hermoso que poner el pie donde de niño ponía los ojos. Y así es. Eso es Ordesa para mí: mi hábitat natural y el sueño cumplido de una infancia.

Carmen Maldonado, gerente de la FAM
Octubre de 1991. Salimos de Zaragoza con la intención de subir al Vignemale, era un puente largo y nos daba tiempo, llegar hasta Torla en transporte público merecía mucho entusiasmo.

Un chico de Torla nos acercó hasta el puente de los Navarros, los montañeros le caíamos bien. Desde allí comenzamos a caminar, pero la tormenta marcó su ritmo. Abandonamos crampones y piolet como reclamo a los rayos y maldormimos debajo de una piedra. El Tiempo del Telediario no nos avisó como ahora hace Aemet, el 112, y tampoco teníamos los buenos consejos de Montaña Segura. Cambio de planes: vamos al Taillón.

La noche siguiente la pasamos en Sarradets, la comida seguía mojada y el guarda nos dio un caldo caliente, a cambio le ayudamos a dejar el refugio preparado para el cierre. Esa noche no paró de nevar, ni la mañana ni la tarde siguiente. Aparecieron unos españoles (no diré su procedencia), se habían perdido, llevaban el susto en el cuerpo, casi la pifian en la Falsa Brecha.

Nosotros teníamos que salir, el puente se acababa, empezaban las clases y, sobre todo, no podíamos asustar a nuestros padres de esta manera o nunca más nos dejarían volver a coger esos pinchos.

Salimos de mañana mientras el guarda y los españoles bajaban hacia Gavarnie. Queríamos llegar a Góriz, sabíamos que allí alguien nos auxiliaría, nos daría de comer y avisaría a nuestra familia. Encontramos bien la Brecha, pero la niebla nos despistó y en un polje equivocamos el rumbo. Solo hubo un pequeño claro en todo el día, una manada de sarrios y el valle a nuestros pies fue lo que vimos, el silencio era absoluto y retroceder era inviable. Bajamos por las clavijas de Cotatuero, como pioneros del ‘dry tooling’, no nos atrevimos a quitarnos los crampones…

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2012. En las clavijas de Cotatuero.

Sentir Góriz como mi casa en ese momento de necesidad hizo que fuera una de las más de 1.500 personas montañeras que 10 años después se concentraron en la pradera de Ordesa para pedir sentido común a nuestros políticos y evitar su cierre.

Para mí Ordesa es montaña en mayúsculas, amigos y compañerismo.

Alberto Martínez Embid, escritor y periodista
Produce algo de vértigo detenerse para recordar mientras se echan las cuentas de los años que han transcurrido. Porque mi primera visita a Ordesa se produjo allá por 1968 o 1969. Fue en el transcurso de un verano que mi familia pasaba en Panticosa. Ni que decir tiene, las excursiones desde Tena para conocer esas maravillas recónditas que, por lo que se decía, guardaba el parque nacional del Sobrarbe, eran de rigor. Habría que apostillar: por suerte para nosotros. Así, subimos al utilitario, dispuestos a afrontar las mil curvas del Cotefablo a base de biodramina.
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1968. A orillas del Arazas, con sus padres, Luis y Esperanza, y una veraneante (de blanco).

Tenía, pues, 6 o 7 años cuando, de la mano de mis padres, formalicé mi debut sobre la Pradera de Ordesa. Aunque me temo que no me fijé en exceso, como más adelante haría, en esas murallas en mil tonalidades vivas que cercaban sus céspedes. Tampoco creo probable que centrase mi atención en esos arroyos musicales que flanqueaban la senda hacia Soaso, saltando un poco por todas partes. Más que el fulgor rojizo de las paredes de la Fraucata o el lechoso de las aguas tumultuosas del Arazas, reparé en los verdes intensos de unos árboles que me parecieron gigantescos. Acaso por alguna insinuación materna, el hayedo que recorrimos hizo que me sintiese en otro lugar: sobre el escenario de un cuento animado como los que había visto en las películas de Walt Disney. Fuera del cine, nunca había penetrado en una foresta así. Mágica e irrepetible, sin duda alguna.

Nuestro clan familiar no pasó del entorno de la cascada de Arripas. Sea como fuere, aquella corta excursión por Ordesa de hace casi cuarenta añadas inauguró el listado de otras muchas por Pineta y por Vió, por Añisclo y por Escuaín. Aunque no siempre fuese en busca de esos bosques oníricos que parecían no pertenecer a nuestro mundo.

Marta Alejandre, alpinista y guía de montaña
Mi amor por la naturaleza –que ha acabado orientando mi vida profesional como guía de montaña y también mi vida personal porque resido en el Pirineo, en Jaca– viene de veranear en Pineta desde que nací. No había cumplido el año cuando mis padres me llevaron. Durante toda mi infancia pasábamos la primera quincena de agosto en la zona de acampada de El Cornato, un poco más abajo del refugio de montaña. En un campamento organizado por la Asociación de Vecinos del Picarral, nuestro barrio; eran los años ochenta y entonces estaba permitido acampar. Primero, la familia al completo en una canadiense: mis padres, Manolo y Ana, mi hermana pequeña Elena y yo; después pasamos a remolque. Desde niño, ya te tocaba un día de turno de cocina; teníamos letrinas y había que lavarse y fregar los platos en el río. ¡Aún recuerdo el dolor de cabeza cuando mi madre nos lavaba el pelo con aquella agua helada!

De allí partieron mis primeras excursiones y ascensiones de montaña. De chiquitita, en la mochila, y muy pronto caminando ya yo sola. Los pequeños subíamos a los llanos de La Larri, pero los jóvenes iban a dormir al Balcón de Pineta para subir al día siguiente al Perdido y a los Astazus. Yo, desde muy pequeña ya quería ir al Balcón, lo de La Larri ya no me convencía. Cuando por fin subí, en cuanto me dejaron, mi recuerdo es de algo muy grandioso, una montaña muy alta. No cambiaría por nada los recuerdos de esas primeras veces.

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2010. Ascendiendo al Balcón de Pineta, en el reto de los tresmiles del Pirineo en 40 días.

Tiempo después, en 2010, hice los 213 tresmiles del Pirineo en 40 días y, aunque por desgracia, cuando tienes más bagaje ya no te impresionan tanto las cosas, guardo un recuerdo muy bonito de los tresmiles de Ordesa porque los hicimos en otoño. Sin toda la gente que accede en verano al Cilindro y el Perdido, encontramos una paz, como si la naturaleza descansara.

Aquellos veranos en Pineta me hacían sentir que aquella era mi casa, más que la de Zaragoza. Ahora, cuando vuelvo, mirar el farallón rocoso de Añisclo desde la terraza del Parador sigue siendo algo mágico. Y no cambiaría por ninguna otra la vista desde el Balcón de Pineta: el valle, la cara norte de Monte Perdido y el Cilindro... ¡y eso que he estado en el Himalaya!

Pepe Cerdá, pintor
Estuve en Ordesa mucho antes de estar. Mi padre pintaba sistemáticamente una vista de Torla con un macizo montañoso azulado al fondo que mucho más tarde me enteré que eran los montes de Ordesa. Yo me ocupaba a menudo de las ‘lejanías’ óseas de Ordesa, pero entonces no lo sabía. Recuerdo, también, que de niño copié una acuarela del pintor catalán Lloveras que representaba la misma vista. Aprendí pintando Ordesa que las montañas lejanas siempre son azules. Que la distancia azulea y la cercanía anaranja.

Aprendí pintando Ordesa que el arte de la pintura consiste en aclarar y oscurecer los colores sin ensuciarlos. Después lo olvidé para ser un artista moderno. Y ahora de mayor vuelvo a recordarlo. Ahora que sé que la idea de progreso no es aplicable a las artes, ni a nada serio. Ahora que sé que un poeta del siglo primero se enamoraba exactamente igual que uno de ahora y que los montes del siglo primero se azuleaban igual que ahora cuando se veían de lejos.

Hace unos treinta años estuve de verdad en Ordesa. Había burros que se alquilaban para los turistas, ahora seguro que se lo prohibirían por el maltrato animal. Me recuerdo subiendo por un camino y cruzarme con una oronda señora gritando histérica, con una pierna vendada, encima de un minúsculo animal que llevaba del ramal un delgado señor con cara resignada. La comitiva la formaba además una niña que caminaba al lado de su padre y un niño que tres o cuatro metros más atrás caminaba cabizbajo dándole patadas a las piedras y farfullando: "¡Y no hemos visto ni una puta cascada!".

Tu Ordesa, paisajes de la memoria

Julio de 2018. El recuerdo más reciente de Pepe Cerdá, pintando en la pradera de Ordesa.

Hace poco he leído el libro ‘Ordesa’ de Manuel Vilas. Es un canto a la muerte de sus padres sin convertirlos en héroes. Es un libro que todos debíamos haber escrito pero lo ha hecho él. Es un libro personalísimo que, aun siendo un anti ‘best seller’, ha vendido ya un montón de ediciones. Habla de lo importante, o de lo que es lo mismo, de lo insustancial, de lo banal de nuestra existencia y de las que nos precedieron y las que nos precederán. Vilas es de mi edad. Sabe por lo tanto que no hay nada humano que sea verdaderamente trascendental, esencial o profundo.

Ana Moreno, investigadora del CSIC
El Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido ha sido uno de mis lugares de vacaciones más frecuentados desde niña. Primero con mis padres, luego con amigos y ahora con mi marido y mis dos hijos. Lo que más me ha gustado siempre es el camino de Turieto, que va de Torla a la Pradera de Ordesa, porque es muy tranquilo, sencillo y apto para todas las estaciones y todos los públicos. Pero este recuerdo no es de esa zona, sino del valle de Pineta, donde pasé unos días en verano de 1997 con mis amigas Raquel, Eva y Susana, de Fraga (Huesca). La foto la hizo Raquel, salimos las otras tres celebrando la llegada al Balcón de Pineta, quizás la excursión más larga y más impresionante que habíamos hecho hasta ese momento. El trayecto del valle al Balcón asciende más de 1.000 metros y yo creo que nos costó unas 1.000 horas… Llegamos con las fuerzas justas, pero las vistas desde ahí fueron espectaculares y permanecen en la memoria.
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1997. Ana celebra junto a sus amigas Eva y Susana la llegada al Balcón de Pineta.

Esa fue la primera vez que vi el glaciar de Monte Perdido, que estaba en mucha mejor forma que ahora, y también la primera que me acerqué a la orilla del ibón de Marboré. Quién me iba a decir a mí entonces, cuando aún no había acabado la carrera de Geología, que ese paraje natural de excepcional belleza iba a ser mi oficina de trabajo unos años después. Ahora investigo en el Instituto Pirenaico de Ecología, del CSIC, y obtengo muchos resultados sobre el clima del pasado de los sedimentos acumulados en el fondo de Marboré y de las capas de hielo del glaciar de Monte Perdido. Cada verano, cuando subimos con el helicóptero para poder transportar el material de trabajo necesario al ibón o al glaciar, aún me sonrío al recordar la pesada caminata con mis amigas aquel lejano verano.

Manuel Domínguez, La Ronda de Boltaña
Ordesa es la puerta que da entrada al Pirineo. O podría serlo. O por lo menos, para mí, lo fue. La portada irresistible que te hace comprar el libro. (Lo compré, y en esas estoy aún, tantos años después, como si fuese el primer día, leyéndolo absorto). La sonrisa irresistible de la que te enamoras sin pensar que vas a emplear toda tu vida en descubrir, entender y amar a la persona que hay detrás.

Ordesa es lo que es. Un rincón de las montañas. Ni más, ni menos. Inolvidable y bello como pocos, pero nada sin el resto. El estribillo que te engancha y te lleva hacia el interior, hasta la estrofa donde la canción de verdad se la juega. Por eso la estoy cantando, porque me enredó y ya no quiero que me suelte. Por su cara bonita me enamoré de este país y lo amo entero, también con su silencio, su derrota y sus arrugas.

Tu Ordesa, paisajes de la memoria

La música calza zapatitos de dama.

Cada casa caída, cada hermosa palabra nuestra que olvidamos y hasta el último de los cajigos secos. Por las laderas de abrizón, las fajas espaldadas y los tejados de losetas. Por lo que fue y lo que será. Por lo que se lleva, cantando, el viento. Porque cuando se haya llevado todo lo que cantemos y hagamos, lo que hicieron quienes alzaron los muros y dieron nombre al valle, aún le quedarán tozales que roer, esas gradas por las que brinca riendo el agua que baja agitada desde las cascadas; la curva de piedra hecha valle que aquel ya lejano atardecer contemplé por vez primera desde Góriz, sin saber aún que el Pirineo me estaba abriendo la puerta.

¡Que abierta quede! (… y protegida. Monsieur Briet, ¡brindo por su visión y su coraje!) Y que quien por ella pase como yo lo hice, no reciba menos que lo que a mí me han dado. Ordesa, claro que sí. Pero también, ahí al lado, las chimeneas y el cascabillo de Buerba. Un dolmen en una campa, y escondidas entre pinos, en Pineta –que es bien cerca–, un puñado de zapatitos de dama. (Si eres abejorro y tus intenciones con esa orquídea son serias…, ya hablaremos.)

Mientras tanto, y por siempre, quien quiera entrar, ¡que truque!

Ordesa… Pirineo, ¡puerta abierta!

Marta Ferrer, responsable de Montaña Segura
Cada verano, varios equipos de voluntarios se lanzaban carpeta en mano a recorrer el Pirineo encuestando a todos los que se encontraban en su camino. Eran veranos intensos y yo tenía uno de los mejores trabajos que podía imaginar: caminar por el monte en buena compañía. En sus primeros años, entre 1999 y 2005, la base de Montañas para Vivirlas Seguro (hoy Montaña Segura) –la campaña del Gobierno de Aragón junto con la Federación Aragonesa de Montañismo– era la recogida de información del perfil del montañero.

Y fue el 10 de agosto del 2003 cuando, libre ya la Escupidera de nieve, intentamos con los tres voluntarios de esa quincena ascender al Monte Perdido.

Góriz era el punto de inicio de la ascensión. Siempre lleno este refugio en verano, solo tener plaza allí para dormir, aunque fuera con ciertas incomodidades, ya nos hacía sentir especiales.

Después de la cena tocaba preparar las encuestas, los lápices, repasar la ruta... y a la cama. Estábamos allí como otros muchos, pero nosotros íbamos a trabajar… Los guardas, siempre atentos, nos intentaban dejar las ‘mejores’ literas, pero no por ello pasamos una buena noche: si no te despertaba el que roncaba, te despertaba el que se desesperaba por el que roncaba…

A la mañana siguiente: madrugar, vestirse con los ojos pegados, desayuno a las 6.00, sin hambre, y salir. Paso a paso fuimos alcanzando hitos: Curva del Viento, Campo de Bloques, Lago Helado, Escupidera, antecima… y ¡cima!. Benditas memorias anuales, que me recuerdan que llegamos a la cima a las 8.45.

Solo éramos cuatro montañeros más, felices por haber llegado, y ahora empezaba nuestra faena. Enseguida detectamos a los que ya están a punto de irse y vamos amablemente a por ellos. Sacamos la carpeta y empezamos con nuestro mantra: "Hola, somos de la Federación Aragonesa de Montañismo y estamos haciendo una campaña de seguridad en montaña, ¿te importa que te hagamos unas preguntas? No es mucho tiempo…". Afortunadamente, no solían negarse.

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Encuestando en la cima de Monte Perdido.

Éramos muy preguntones: de donde eran, si llevaban mapa, botiquín, teléfono, cuánta experiencia tenían, cuántos tresmiles habían subido… datos que después nos servía para hacer análisis. Ese día encuestamos a 152 personas en 56 grupos.

Estuvimos en la cima hasta las 14.10, siempre atentos a las nubes y su evolución. Con algunos ratos de tranquilidad para contemplar las vistas y disfrutar de haber alcanzado la mitad de nuestro reto, sabiendo como sabíamos que la excursión termina en el valle y que solo de pensar en los 16 km y 2.000 m de desnivel que nos separaban de la Pradera de Ordesa nuestras rodillas empezaban a quejarse.

Como siempre, en el monte, la compañía es tan importante como las vistas. De esos veranos quedan grandes recuerdos y buenos amigos. ¡Y también muchos datos!

Nuria Rivas, presidenta de Adampi-Aragón
Corría el verano del 91 y, a mis 15 años, tenía la oportunidad de re-descubrir un hermoso paraje que solo había visitado cuando casi aún no tenía memoria.

El campus de baloncesto en el que estaba participando en Oto llegaba a su fin y qué mejor colofón que pasar un día en Ordesa y despedirnos así del magnífico lugar que, casi como un participante más, nos había estado acompañando durante ese tiempo.

Para entonces, el grupo de participantes ya constituíamos una piña, pues los días pasados nos habían aportado momentos únicos. Vivíamos aquella excursión con emociones agridulces, pues, aunque hermosa, anunciaba un final que se aproximaba inexorable y un adiós a un grupo de personas muy especiales, algunas de las cuales no sabíamos si volveríamos a ver en nuestras vidas.

Comenzamos el ascenso en grupo, pero al final yo me quedé algo descolgada con dos o tres personas más y, aunque nos costó llegar a la Cola de Caballo, pues haber ido por la Senda de los Cazadores había dificultado un poco todo, la recompensa mereció la pena.

Echo la vista atrás y me cuesta recordar la sensación de cansancio, el miedo por si nos desviábamos del camino, la sed y el calor, mucho calor… Sin embargo, lo que me llega casi sin querer son sensaciones placenteras: la maravilla del paisaje, los miles de verdes que nos rodeaban, la energía de las montañas, la fuerza que nos daba el reto a cumplir…

Llegar al destino costó horas, pero en mi memoria es como si hubieran transcurrido segundos de belleza. Los flashes que me hace llegar mi álbum de recuerdos son como fogonazos de luz, colores que te inspiran, silencio que te acompaña y te llena y naturaleza viva a la que recurrir cuando las fuerzas fallan.

Tu Ordesa, paisajes de la memoria

2011. La presidenta de la Asociación de Personas con Amputaciones y/o Agenesias de Aragón volvió a visitar Ordesa, esta vez ya con su prótesis.

Desde entonces, esos paisajes son lugares mágicos en mi historia vital. Muchas veces me inspiraron como metáfora a la hora de superar situaciones difíciles y generaron en mí anclajes a la naturaleza que ya quedaron para siempre y salieron a mi encuentro en posteriores ocasiones, justo cuando más los necesitaba.

Aquel curso escolar, llené mi carpeta con fotos de ese campus. En ellas, todas esas nuevas amistades sonreían y, al fondo del todo, abrazándonos con su poderosa energía, aparecía Monte Perdido, como un amigo más que ya formaba parte de nuestro grupo.

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